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Más que evolución, una transformación

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Después de 2 horas y 17 minutos al fin llegué a la fundación “Evolución del pensamiento”. Tomé una ruta equivocada lo cual me llevó a caminar por 25 minutos más sobre la vía Medelllín – San Pedro de los Milagros. Finalmente, después de bajar unas largas 56 escalas, había llegado. Sin embargo, en tan solo un par de horas pude salir de la ciudad innovadora y educada, cargada de avances tecnológicos y de gente luchadora. Por lo menos esa es la percepción que se tiene de Medellín. Pero esa realidad se opaca cuando visito una fundación que carece de avances tecnológicos, que sin tanta pompa, se dedicada acoger los niños identificados en condición de vulnerabilidad olvidados por esta cuidad. Allí, ellos son educados y forjados en valores y principios.

Una finca de unos 600 mts2 rodeada por una gran cantidad de flora, árboles frondosos de troncos gruesos, una casa rústica y antigua, y un pequeño lago que atraviesa todo el lugar es el hogar de al menos 120 niños, quienes provienen de barrios medellinenses como la Aurora, Picacho y Jalisco. Por situaciones adversas de la vida están allí. Algunos sufrieron de violencia intrafamiliar, drogadicción y prostitución de sus padres, la guerra en sus comunas y el completo abandono de familiares e instituciones municipales. Ahora, algunos de ellos, por lo menos 3 o 4 días a la semana, viven una realidad completamente diferente a la acostumbrada. Otros están siempre en la fundación donde son educados y alimentados.

Al llegar, todos los niños estaban reunidos en el sendero de la entrada principal. Apenas me acerqué a la puerta para ingresar, después de haber bajado las 56 escalas con un rayo de sol que me quemaba la cara, ellos se lanzaron sobre mi. Me llenaron de besos y abrazos. En realidad nunca en mi vida había recibido tan sinceros abrazos de parte de niños que, quizá, carecieron de estos. De inmediato me conmovió la característica frase utilizada para recibir a quienes llegaban a su hogar: “Bien llegados a la fundación”, una frase diferenciadora la cual hace alusión a la importancia de ser visitados. Así me dieron la bienvenida, tal vez, la más calurosa bienvenida.

Todo el lugar transmite una alegría inigualable. Desde la sala principal, donde los muebles eran reemplazados por columpios y banquillos, todos pintados a mano de colores fluorescentes y con diferentes figuras; hasta la huerta donde cada niño tiene sembrada una planta. En su maceta tienen diferentes figuras pintadas con vinilos de colores, tales como corazones, muñecos cogidos de las manos, carros y hasta el nombre de sus padres o familiares. La primera instrucción que me hizo Marino, como le dicen al director de la fundación, fue «aquí no se menciona la palabra pesar y cuando algún niño le hable por favor préstele atención». Enseguida, me llevó a recorrer todo el hogar mostrándome los sitios principales donde estaban concentrados los niños.

Después nos dirigimos a uno de los salones donde estos pequeños reciben clases. Al dialogar por unos 20 minutos con Marino, él abre rápidamente la puerta y con un fuerte grito, bastante fuerte, llama a dos de los niños que jugaban junto al lago, ellos estaban bastante lejos de nosotros, por lo menos a unos 30 metros. De inmediato soltaron sus carros, salieron a correr y fueron pasando uno a uno.

Ellos son unos de los tantos niños abandonados en Colombia, tan solo en  Medellín fueron abandonados 168 niños en el 2016, una cifra alarmante porque representa un incremento del 66 por ciento respecto al año anterior cuando se reportaron 83 casos, informó Selma Patricia Roldán, directora general del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) Regional Antioquia.

Cuando llegaron, el primero se presentó como Carlos Andrés Rentería*, un chico de unos 12 años, contextura gruesa, piel terza y morena. Se paró delante de nosotros y, con una voz grave, dijo: “pertenezco a la fundación hace 3 años. Soy desplazado del Chocó y estoy aquí porque soy el mayor de 10 hermanos que no sé ni donde están”.  – ¿Carlos ya almorzaste? –  le pregunta Marino, a lo cual él respondió – Si señor. Minutos después Carlos me confiesa que antes de llegar a institución no sabía que era comer 3 veces al día y que su única comida era el plátano con arroz (un plato característico de su región). Quedé perpleja y muy asombrada. Dentro de mí sentí angustia y culpa recordando aquellas ocasiones en las cuales me disgustaban ciertos platos de comida. Pero eso no era todo. Al despedirse y extender su brazo sentí las cicatrices y callos de sus manos, resultado del arduo trabajo realizado por este pequeño en las calles del Chocó.

Así como Carlos*, en Colombia cientos de niños son sometidos al trabajo forzoso. De acuerdo con el estudio del Observatorio Laboral de la Universidad del Rosario la principal razón por la cual un menor trabaja es porque debe participar en la actividad económica de la familia, una situación vivida por 331.000 menores. La segunda razón por la que trabajan, el caso de 317.000 jóvenes, es porque les gusta tener su propio dinero.

Por otra parte, Diana Patricia Arboleda, directora regional del Icbf en Bogotá dijo que “es una situación alarmante cuando son los mismos padres son los que exponen a los niños a riesgos. En estos casos se inicia por parte del instituto un procedimiento de restablecimiento de derechos para determinar si existen otros miembros de la familia que puedan hacerse cargo”.

Al pasar algunos minutos Carlos* se retira e ingresa un chico de tez blanca, ojos expresivos, cejas desplomadas y dientes grandes, el cual no paraba de sonreír. Su tic, voltear un tris su cabeza de forma muy constante al sonreír, se hacía bastante evidente. Además, pude percibir temor y ansiedad por el  movimiento acelerado de sus pies. Su miraba siempre apuntaba al cielo. Se ubicó delante de mi, lo hizo igual que Carlos*. Pareciese como si estos pequeños tuvieran algunas reglas establecidas para su presentación. Él con una voz muy sutil dijo, mi nombre es Juan David Vertel*, hace 4 meses pertenezco a la fundación y mi mamá murió en diciembre a causa del VIH después de pasar 16 años en la cárcel. Mi abuelita se quedó conmigo, hasta hace 3 meses «que se fue a descansar al cielo».

La dificultad de Juan* para comunicarse con otros son algunos de los rasgos que presenta un niño abandonado el cual puede aislarse así mismo. Sentir temor de socializarse con sus pares debido a que en sus inicios no logró buenos vínculos con sus progenitores. Además de ser un niño que fácilmente se puede reconocer en un ambiente social por ser ensimismado, comentó  Andres Felipe Cruz un psicólogo especializado en temas de abandono.

No cabe duda que quedé absorta después de escuchar aquellos dos relatos. De pronto salimos del salón, Marino se fue a recibir a los benefactores (personas que aportan económicamente a la fundación). Yo me dirigí al jardín a entregar dulces a todos los niños. También realicé algunas rifas de carros y balones que compré cuando me tocó caminar por la vía a San Pedro. Valió la pena haberme perdido, recibí a cambio gratas sonrisas y más abrazos.

Finalmente decidí que ya era hora de regresar a casa, pero sin lugar a dudas ya no era la misma persona. Por lo menos ya tenía claro que iba a comer con agrado el plato de comida servido en la mesa. Lo haría sin ningún reproche, tal vez, con más agrado que nunca. Ahora sí, tras vivir esta maravillosa experiencia, con un frío terrible me devuelvo a mi innovadora cuidad. Sin antes olvidar que aún existen personas como Marino las cuales dedican su vida a «robarle tiempo» a jóvenes y niños, como lo dice él. Formando líderes para el mundo, como es su lema. Al ir subiendo las inclinadas escalas los niños alzaban sus brazos despidiendosen, era inevitable no llorar. Así pues, sentí la álgida despedida.

*Se cambia el nombre de la fuente con el fin de preservar su anonimato.

Karen Ramírez
Comunicadora social y Periodista en formación, mamá de Emiliana.
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