La Veracruz: entre lo mundano y lo divino

Por: Edison Ferney Henao

Carne, espíritu y dolor se funden como la Santísima Trinidad en La Veracruz, una plazuela con más de 200 años de historia. Allí, una cuadra abajo de la estación Parque Berrío, una cincuentena de moteles, un centro cultural Vaishnava y una iglesia, invocan las promesas redentoras del sexo, el ascenso espiritual y la salvación eterna.


Sobre el pasaje Carabobo y la calle 51 se impone, erguida y de dos torres, la Iglesia de La Veracruz; templo católico que ha bautizado, desde hace 215 años, a miles de paisas en el nombre de Cristo. Del otro lado, a unos cuantos pies, se halla una casona amarilla y vieja, un pequeño edificio que se ha entregado a Krishna, dios originario del pueblo hindú. Sobre el pavimento, en cambio, entre Cristo y Krishna revolotean, como ángeles de pecado, las mal llamadas mujeres de la vida fácil.

Vida que, a pesar del qué dirán, no es nada sencilla. Servir, pues, a los deseos carnales de hombres sedientos de placer es tarea compleja. También lo es el oficio religioso, pues los gajes de la instrucción espiritual no desmerecen; curas y maestros se encargan de guiar a las ovejas descarriadas por el buen camino y de conservar a sus más fieles adeptos. La Veracruz, entonces, más que olor a pan, comercio informal y regateo, es todo un campo de batalla. Allí, bajo la inclemencia del sol y la lluvia, la satisfacción del placer mundano y la purificación espiritual, se disputan la atención de propios y extraños.

En La Veracruz cae la tarde; sin embargo, un balcón, una iglesia y un callejón engalanado por  gordas de Botero y putas, gritan vida. El panorama atiborrado y avasallante, no se desvanece con el arribo de la noche. Por el contrario, los transeúntes aumentan y las cosas, para los negocios, la fe y el ocio, se ponen buenas.

Vikuntha y su balcón

El arte de contar dinero, no es, a menudo, la mayor fortaleza de cualquier Vaishnava; sin embargo, Vikuntha, sí que sabe contar el producido. El incienso, instrumento de elevación espiritual de fieles y ociosos, deja varios billetes al día. En medio de un balconcillo, pintado a verdes y violetas, un hombre, sentado en un sillón viejo, se dedica a vender inciensos. Ensimismado y abstraído del ruido y el caos del atardecer, Vikuntha organiza una a una las cajas de incienso, para luego, tras verlas en orden, destruir toda simetría posible y comenzar de nuevo.

Dicha tarea parece ser su preocupación más grande. El paisaje que puede apreciarse a través del ventanal que se impone tras su espalda, en nada perturba su encomienda de recibir y hacer pedidos de incienso. Sándalo, canela, dinero, trabajo y juego, son los olores más llamativos para propios y extraños. El olor a cigarros, cerveza y pavimento, es nulo ante la cantidad de esencias que tal balcón de un metro tiene a su disposición.

Desde dicho balcón puede apreciarse la Veracruz. El ajetreo de los lunes es, sin duda, estrepitoso en comparación con el de los domingos; pues, en este último desaparecen, mágicamente, los venteros de frutas, chicles, minutos, tinto y baratijas; las putas jóvenes y viejas; y los vendedores de todo tipo de vicios. Es como si los domingos el desenfreno y el bochorno se tomaran un respiro, unas cortas vacaciones, para el lunes reanudar con pie derecho.

Vikuntha, de estatura baja y contextura delgada, está en su balcón todos los días, no solo lunes y domingos. Ha sido testigo de todo y, a la vez, de nada, desde hace treinta años. Parece perderse entre el incienso y el paisaje; sin embargo, su cuello, largo y huesudo, no pasa desapercibido; de este se sujeta un grueso collar de tulasi, madera sagrada para el Señor Krishna y quienes le siguen. Tampoco pasan desapercibidas las pinturas de Ganesha; cuerpos humanos y cabezas de elefante decoran los tres niveles de la construcción, la cual se ha entregado, por completo, a esta diosa del panteón hindú.

El ambiente de esta casona amarilla y vieja dista, ampliamente, de la cultura paisa. Su publicidad, improvisada y  pequeña, reza varios epitafios: Govinda’s restaurante y centro cultural; también, en forma circular sobresale una sentencia muy gringa entre el resto de moteles: World Vaishnava Association. Allí, cada aroma, sabor, color, estampa y sonido reiteran que, a pesar de estar en pleno centro de la ciudad, usted se encuentra mucho más cerca de la India y el Oriente, que de Medellín.

Tras pasar por el balcón de Edison Alberto Pasos, más conocido como Vikuntha, no queda más que entregarse al placer espiritual. Caída la tarde, casi todos los días de la semana, el templo de Govinda’s abre la puerta a practicantes y curiosos. Quitarse, entonces, los zapatos y echar de menos los apegos materiales, es el primer paso para estar en contacto con los dioses. En medio de un amplio recinto, cuyos ventanales parecen chocar de frente con las torres y campanarios de la Iglesia de La Veracruz, aprendices, maestros y visitantes esperan con furor su hora de encuentro con Krishna.

Purificación

Son las 4:30 p.m. y el ritual ha de comenzar. Túnicas, velos, cortes de cabello, flores, tambores y acordeones le recuerdan que, por lo menos, un tramo del Ganges y una parte de la cultura oriental le dan la bienvenida. Telones en púrpura, rosa y magenta, todos siguiendo al unísono la paleta del color, custodian un altar que, solo cuando el ritual esté a punto de finalizar, será develado: sin purificación previa, entonces, no hay regocijo.

Durante el ritual los mantras hindúes, la música y la postración sobre el suelo son sonidos e imágenes repetitivas. – “Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna, Krishna, Hare, Hare, Hare Rama, Hare Rama, Rama, Rama, Hare, Hare”, es un mantra entonado en centenares de ocasiones. Asimismo, la danza y bailes, que poco tienen que envidiarle a los musicales de Bollywood, amenizan la jornada. El abandono en el señor Krishna y la conmemoración de las tradiciones vedas, junto con el desapego a lo material, son algunas de las características que más resaltan entre los practicantes de esta doctrina espiritual.

Cae la noche y cae el telón. La postración es, de nuevo, un ademán común para más de cincuenta personas. Labios y lenguas balbucean mantras en hindú, mientras el maestro del templo, calvo y entre prendas anaranjadas, esparce agua sobre los cuerpos ansiosos que presencian el esplendor de Krishna. Luego, hombres y mujeres, por separado, recorren el lugar en círculos, disfrutan del olor de las flores y el aceite. El ascenso del espíritu es posible, únicamente, a través de la meditación, acompañada esta de alegría, la entonación de mantras y el movimiento corporal.

Tres campanas y un rosario

Dentro del templo de la Veracruz, también se eleva la fe. Mendigos, mujeres y ancianos rezan el segundo misterio gozoso: La visita de María a Santa Isabel. Las arengas no son, pues, en hindú. Allí, el Santa María madre de Dios… y el Dios te salve María…, tan cotidiano de los católicos en Antioquia, es el mantra clave para entrar en conexión con Cristo, el salvador.

Tres campanas anuncian que cae la tarde. Entre tanto, el rosario avanza en medio de Marías, vírgenes y candelabros. Las imágenes de María Auxiliadora, La Dolorosa y La Virgen del Carmen, parecen vivir, con la misma devoción que un mortal, la cadena de oraciones, cantos y alabanzas. Transcurre el rosario y, a su vez, aumenta la avanzada de mujeres empaquetadas en blusas y minifaldas, que apretujan y reafirman lo que yace caído. Son Marías de carne y hueso. Marías que, tras encomendarse a su Dios, saldrán a ganarse la vida redimiendo otros cuerpos y venerando otra carne.

No existe el silencio. La segunda casilla del rosario culmina en la Torre de David. No finaliza, en cambio, el ingreso de habitantes de calle, más mujeres en blusas y pequeñas minifaldas, ancianas descalzas y de sonrisas quebradas, y hombres cultos y atalajados con los mejores pantalones de satín y correas de cuero.

Tampoco finalizan los recorridos de turistas cautivados por la arquitectura del lugar. Cinco lámparas colgantes, arcos, columnas, altares y candelabros son tan solo un aperitivo para los ojos curiosos. El éxtasis visual en el arca de la alianza llega más adelante; allí, bajo el imponente púlpito que decreta la presencia de un hombre divino. Un hombre que, para quienes tararean el avemaría una y otra vez, murió en la cruz para salvar al mundo del pecado y los vejámenes de la codicia, el adulterio y el sexo.

Nacimiento del niño Dios en el portal de Belén, el tercer misterio conmemora la llegada de un mortal casto y puro, que iluminó, en alguna noche, el cielo de Belén de Judea. Con el nacimiento de cristo en La Veracruz, tal parece que muere el pudor y la vergüenza. Nada queda allí que pueda considerarse indigno o inmoral. La godarria antioqueña, apegada a su moralina y valores cristianos, se escandalizaría fácilmente si viese como hoy conviven bajo el mismo techo, en pleno centro de la ciudad, el placer carnal y espiritual; que el sexo y el cortejo ya no se condenan a la oscuridad del hogar, ni mucho menos a la sacralidad del matrimonio. Hoy, en plena iglesia, se negocia el ascenso al cielo y el ingreso, por la puerta grande, a las arcas del infierno.

Las plegarias continúan: Oh mi buen Jesús, perdona nuestras culpas, líbranos del fuego del infierno, lleva todas las almas al cielo especialmente a las más necesitadas… Entre tanto, bajo el techo alto y tallado de la iglesia de La Veracruz, transitan cientos de almas mientras cae la tarde. En medio del granito de mostaza y los cánticos de amor al prójimo y amor a Dios, cada quien encuentra su espacio, su forma de olvidar e incorporarse en un mundo que promete menos crueldad que el pavimento y la intemperie.

Ha llegado la noche y las campanas, viejas y oxidadas, lo reiteran. Son las 6.00 p.m. y en la entrada de la Iglesia un joven hace las veces de pescador de almas, invita a hombres y mujeres a dejar los apuros de la vida banal y corriente, para entrar al templo, cantar, orar y sentir el fervor de entregarse a Dios. Dicho oficio, también es común en el quehacer de María del Carmen, quien no pretende pescar almas, pero sí buenos clientes que contribuyan al sustento.

María del Carmen

Papi, venga yo le enseñó una cosa… Así, cautelosa y coqueta, María del Carmen acecha a sus presas. Desde los 14 desempeña el quehacer de la prostitución y, desde hace tres años, su plaza laboral es La Veracruz. Le dicen la Negra y no le molesta, pues su pelo tieso y su piel tiznada, junto con su acento arrastrado con sabor a mar, le hacen pensar a cualquiera que se ha topado con una puta costeña.

María del Carmen es una de las tantas prostitutas que recibe la noche en La Veracruz. Como todas, seguramente, tiene sus motivos, su historia. Bebe cerveza y fuma cigarros. La noche es joven y la madrugada, para su infortunio, será larga. Hace frío y eso parece no importarle. El escote y la estrechez son, entonces, reglas básicas en el oficio: luce blusa de tiras, minifalda corta, tenis y bolso de corduroy azul. Es todo un ángel, no por gozar de un escultural cuerpo y bello rostro, sino, porque será quien le cumpla todos los milagros a algún cliente.

Cuando termine la jornada, María del Carmen, saldrá de viaje. Ir y venir ha sido el pan de cada día en su oficio. Apenas amanezca, muy en la mañana, se embarcará hacia San Juan de Urabá, donde la espera su hija que cumple 9 años. Allí viven, también, sus otros seis hijos. Son siete bocas en total. Siete muchachitos que, con el trabajo y el sacrificio de Carmen, sobreviven cada día.

Con siete hijos al hombro, ya no aparenta 20 ni 25, pues son 37 primaveras las que la acompañan. 37 primaveras que le permiten recordar cómo era su vida antes de llegar a La Veracruz, antes de recurrir al oficio de la prostitución para llevar de comer al hogar y sostenerse ella misma. Antes de perder a su esposo, antes de sufrir el desarraigo de su familia y territorio.

En medio de sus carcajadas, puede entreverse la ausencia de uno de sus dientes, característica que la hace aún más exótica y carismática. Entre carcajadas, continúa hablando sobre su vida, sintiéndose importante y escuchada, en medio de la suciedad, el ruido y la pestilencia que ha dejado el paso del día en La Veracruz.

Mi esposo se fue para los paracos y allá lo mataron; lo mataron en el monte. Su esposo, su compañero durante siete años, como a muchas mujeres y familias en Colombia, le fue arrebatado por la violencia paramilitar que azotó al Urabá antioqueño. El rastro de la guerra y el dolor permanecen en Carmen. Los estragos del conflicto, la rudeza y el exilio que trajo el conflicto armado en Colombia, ha hecho que muchas mujeres, entre ellas Carmen, salgan de sus casas, echen de menos la pérdida y afronten el comando del hogar.

Desde entonces, sus hijos saben en qué se desempeña durante sus estancias en Medellín. Ellos saben, que para poder ir al colegio, su madre debe trabajar, rebuscarse la vida, y ese rebusque es el que la tiene en La Veracruz.

Ni Cristo ni Krishna la han conquistado. Durante el lapso que lleva trabajando sobre Carabobo no ha pisado el templo. No es católica. Dice tener una relación diferente con Dios. No es esta María una de las que desfila a hacer su minuto de oración antes de lanzarse a la calle a revolotear y atrapar clientes. Tampoco es esta María, quien busca en las paredes de un templo la tranquilidad, la sabiduría y la fuerza para continuar. Por el contrario, María del Carmen, tiene que vérselas con las paredes de cuchitriles de motel y con las caricias del perico;  puesto que, para producir, este último es el único que la mantiene activa y caliente.

Ya la noche ha desplazado el día. Las 8:30 p.m. anuncian que La Veracruz, aparte de caótico, es un lugar inseguro y complejo. María del Carmen, ya no es María del Carmen, se llama Sandra, el otro es su nombre de pila. Esta mujer negra de labios gruesos sabe que la noche entra en calor y que, en cualquier momento, le llega un cliente.

Entre tanto, el balcón de Vikuntha ha cerrado. El ventanal se encuentra, con candado a bordo, bien asegurado. Tras esa venta verde de metal, mañana, desde temprano, Edison Alberto Pasos estará vendiendo y organizando inciensos. Las puertas de La iglesia de La Veracruz también han cerrado. De hecho, han despachado, con el repique de sus campanas, a los fieles desde temprano, pues allí puede hablarse con Dios solo hasta las 6:30 p.m. El regocijo espiritual, por el momento, tendrá que esperar la llegada de un nuevo día.

María del Carmen, en cambio, deja a Sandra de lado. El incienso con que Vikuntha rememora la suerte y el trabajo, le vendría bien en lo que le resta de noche. Echa a andar y recuerda, antes de volver a sus quehaceres, que ella algún día saldrá de allí. Que si bien no será Cristo quien la redima, espera que el destino le depare una nueva vida. Una vida con una cruz menos pesada. Una vida de puta, pero de puta digna.

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