SEIS HORAS CON DE ZUBIRÍA
Por: Diana Carolina Bedoya C.
Alejandro Restrepo
“Juro por Apolo médico,
por Asclepio y por Higia, por Panacea y por todos
los dioses y diosas, tomándolos por testigos,
que cumpliré, en medida de mis posibilidades
y mi criterio, el juramento y compromiso siguiente:
Dirigiré la dieta con los ojos puestos
en la recuperación de los pacientes, en
la medida de mis fuerzas y de mi juicio, y les
evitaré de toda maldad y daño. No
operaré ni siquiera a los pacientes enfermos
de cálculos, sino que los dejaré
en manos de quienes se ocupan de estas prácticas…”
Pensar,
a veces, en los médicos como simples profesionales
encargados de sanar todos los males que aquejan
a los seres humanos es sencillo; pero intentar
romper la barrera existente entre una estampa
hecha por un diploma, años de estudios
y el sudor que queda en el aire del quirófano
no lo es.
Es verdad que hoy son muchas
las teorías propuestas, las cuales plantean
una “humanización” de la medicina.
Es así como el capacitado doctor se convierte
en aquella persona confiable, quien no sólo
presta el servicio de la medicina, sino que es
un aliento, un soporte del cual se desprende un
aliciente enorme en ese momento de ansiedad y
dolor para el paciente.
Fernando de Zubiría es
médico cirujano de la Unidad de Buenos
Aires; él, como muchos de su gremio, es
el responsable, por algunos instantes, de la vida
de muchas personas. Indiscutiblemente, es una
gran responsabilidad llevar en las manos los sueños,
deseos y pensamientos de una persona totalmente
ajena a su vida. Por ello, intentar enterrar sus
equivocaciones es lo que menos espera hacer este
médico.
Comenzar un día de trabajo
con una bebida aromática no significa mucho
para la gran cantidad de extremidades colgantes
y narcotizadas que tendrá que observar
en el transcurso de las horas.
Iniciar
con una cirugía de cadera representa, por
algunos momentos, una gran preocupación
por su complejidad; pero, lentamente, todas aquellas
impaciencias van desapareciendo a medida que se
estudia el caso de la señora ciega que
cayó por las escalas, se luxó la
cadera y quebró su mano derecha.
Unos momentos previos a la cirugía,
la expresión De Zubiría es contagiosa,
transmite y se entiende de manera simple, aunque
explicarla no es tan sencillo. Sólo mira
sus manos sin dudar de que alguien lo está
observando y pareciera que se encomendara, por
instantes, a algún sabio que le garantice
el éxito en la intervención que
lo espera.
Quizás son muchos los
pensamientos y temores que rodean al doctor, pero
la pijama verde, propia de la sala de cirugía,
el gorro, las polainas y la mascarilla, camuflan
aquellos sentimientos; una voz, al final del corredor,
rompe ese círculo creado por el doctor
y son sus manos, las que anuncian que todo está
listo para comenzar.
10:12. El anestesiólogo,
Carlos Zapata, tiene a la paciente en sueño
profundo. Apenas su respiración y el sonido
rítmico del timbre del monitor que vigila
su corazón dan muestra de su existencia.
De Zubiría y demás cuerpo médico
se disponen a iniciar aquella prestidigitación
de manos y herramientas donde el objetivo principal
es mejorar el estado de la paciente. Lo más
importante es esperar y confiar en que Apolo o
Asclepio, como lo hizo Hipócrates, le diera
la suficiente sabiduría para cumplir con
lo destinado.
En poco tiempo, la sala de cirugía
parece convertirse en un taller de carpintería:
el sonido del taladro, rompiendo con fuerza el
hueso; el expansor, que facilita mover las manos
entre los nervios cauterizados; el alicate, que
ayuda a acomodar los tornillos esterilizados;
unas especies de martillo y sierra transportan
la mente a otro lugar, totalmente distinto al
de un quirófano; un suave pero persistente
olor a sangre mezclada con hipoclorito ayuda a
descubrir el verdadero lugar donde se encuentran
los lentes.
Describir un espacio cargado
de sábanas esterilizadas, herramientas
que parecen más de un tornero que de un
médico, es difícil. Pero llegar
a este punto da muestra de lo mágico que
resulta poder observar el cuerpo humano en su
mínima expresión: una masa de carne.
De
Zubiría cortó, quemó y torturó
millones de células, cientos de cartílagos,
músculos y huesos. Su paciencia parece
no tener fin, su dedicación y profesionalismo
lo hacen ver como un niño en busca de sus
juguetes en la arena, escarbando hasta lograr
su cometido.
Ahora, el intensificador de imagen,
encargado de mostrar el resultado de todo el proceso,
da como veredicto una buena respuesta, la cual
ayuda a despejar toda duda con respecto a la cirugía.
Sólo queda esperar el despertar del paciente.
Después de haber estado
en medicina interna, Fernando optó por
un campo de acción que realmente demuestre
resultados en el paciente: “es muy triste
ver un paciente cada quince días, prolongar
su existencia cuando no hay nada más por
hacer”. En ocasiones, estas suelen ser las
mayores frustraciones de un médico, por
eso muchos prefieren desempeñarse como
cirujanos y es este el caso de Luis Fernando,
quién hace parte de los especialistas en
ortopedia.
Lavar la incisión es lo
último que queda por hacer. De Zubiría
decide, entonces, dar por terminada la cirugía.
Sutura la herida que él mismo provocó
y da la orden de trasladar la paciente a la sala
de observación, es allí hacia donde
Fernando se dirige con sus útiles y la
vestimenta, y lentamente se quita una por una
las más de tres piezas que cubren su cuerpo.
En su rostro hay pequeñas gotas de sudor,
sin disimulo las elimina con el torso de la mano
y sigue con su trabajo de quitar aquel carnaval
de pijamas.
Los familiares de la paciente
se acercan a preguntar por su estado. Fernando,
vestido como una persona de este mundo, explica
con términos coloquiales la situación
de antes y después de la paciente. Sin
lugar a dudas, el valor agregado a todo ese día,
es terminar de la forma esperada, como lo diría
el doctor Juan Carlos Maldonado: “sencillamente,
lo mejor al terminar un día de trabajo,
es saber que se pudieron mejorar las condiciones
de vida a, por lo menos, una persona. Esa es la
mejor recompensa a todo un proceso de muchas horas”.
12:58. El turno de Fernando De
Zubiría termina.
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